No estoy iluminada, ni tampoco fue magia.

Vengo del caos. He atravesado el dolor y la oscuridad hasta el fondo, y por eso sé que se puede salir. Más aún: descubrí que esa misma oscuridad puede convertirse en alquimia, si sabes cómo entrar en ella. Solo necesitas a alguien que te acompañe a mirarla desde otra perspectiva.

Durante años viví atrapada en una historia que me hacía sentir pequeña, en lucha constante, separada y diferente. Buscaba respuestas afuera, intentando llenar vacíos internos que no parecían tener fin.

Me sentía abandonada en mis relaciones, donde más que amor encontraba apego y frustración. Mi cuerpo lo gritaba antes que yo: alergias, inflamación, caída de cabello, cambios de peso. Un sistema nervioso colapsado reflejaba la tensión de vivir en modo supervivencia, atrapada en un bucle de esfuerzo que nunca era suficiente. Con una sensación de vacío difícil de explicar… incluso en medio de experiencias maravillosas que no lograba disfrutar. Sin propósito. Sin lugar.

Hasta que toqué fondo. La depresión me detuvo y me obligó a escuchar, a conectar con lo que realmente era, a poner orden en el caos que había aprendido a silenciar.

Dejé de huir. Aprendí a mirar mis heridas con compasión, a sostener a la niña que un día sintió miedo y rechazo y a abrazar mi historia por completo. Lo que parecía mi mayor quiebre, se reveló como mi mayor regalo.

Comprendí que sanar no es olvidar, sino resignificar. Dejé de buscar fuera lo que siempre había estado dentro de mí.

Y ahí recordé el juego. La alegría. La conexión con mi Ser más creador, más auténtico, más ilimitado.