De niños jugábamos sin un objetivo claro. No había metas que cumplir ni expectativas que satisfacer. No existía la idea de fracaso, solo la experiencia de estar presentes, explorando, inventando, creando. No había miedo al ridículo ni necesidad de medir si algo estaba bien o mal. Solo curiosidad pura, movimiento y risa.
Ese estado, que parece tan simple, es oro puro para el cerebro. La neurociencia lo confirma: cuando jugamos, el cerebro entra en un estado óptimo para el aprendizaje y la expansión. La llamada plasticidad neuronal – la capacidad que tenemos de crear y fortalecer nuevas conexiones cerebrales – se activa con más intensidad cuando nos sentimos libres de experimentar sin presión.
En el juego, la mente se abre a lo desconocido porque no hay un juicio que la limite. La corteza prefrontal, responsable del control y la planificación, se relaja, permitiendo que áreas como el hipocampo y los ganglios basales – claves para la memoria, el aprendizaje y la motivación – trabajen de forma más flexible y creativa. Es por eso que muchas de nuestras mejores ideas no surgen bajo estrés, sino en momentos de ligereza.
Pero aquí está la parte más profunda: desde una perspectiva de conciencia, jugar nos recuerda que no tenemos que ganarnos el derecho a existir. No somos valiosos solo cuando producimos, logramos o demostramos algo. El juego nos devuelve a un estado donde nuestra valía es innata.
Puedes equivocarte y seguir siendo valioso.
Puedes probar algo nuevo sin ser experto.
Puedes empezar otra vez sin tener que dar explicaciones.
La mentalidad de juego rompe con el patrón de exigencia que nos ata a la validación externa. Cuando dejamos de tomarnos tan en serio, no estamos banalizando la vida: estamos devolviéndole ligereza para vivirla de verdad.
En términos espirituales, el juego es una forma de rendición. Es confiar en que no tienes que controlar cada paso para que la vida tenga sentido. Es abrirte a lo que no sabes, y en ese acto, permitir que lo nuevo se revele. Es reconocer que la expansión no siempre llega a través de la lucha o el esfuerzo, sino de la apertura y la presencia.
Jugar es entrenar la mente para vivir en posibilidad. Es recordar que la expansión no es un destino, es una forma de caminar. Y que, al final, lo que más transforma no es lo que logras, sino cómo decides habitar cada instante.
Paloma Conexión